domingo, 11 de noviembre de 2012

EL FAROL ROJO


Y aquí va una de las historias que se pueden escuchar cualquier día en la Plaza de Jemaa El Fna.



Hace mucho tiempo, en Marrakech, vivía un vendedor de dulces llamado Kadour. Los tiempos eran malos entonces, y no tenía mucho éxito y cada día que pasaba veía como su negocio iba de mal en peor. Llegó un punto en el que ni tan siquiera se podía permitir comprar la miel con la que endulzaba sus frutos, pero su orgullo le impedía pedir ayuda a sus familiares y conocidos.

Harto de esta situación decidió abandonar Marrakech e ir en busca de fortuna a las tierras más allá de las cercanas montañas del Atlas. Ni corto ni perezoso, al día siguiente, dejó la ciudad llevando consigo la únicas posesiones que le quedaban, un hatillo de ropa, una manta y un pequeño farolillo de latón con cristal rojo que pensó le sería de utilidad cuando cayera la oscuridad y necesitara alumbrar su camino.

Durante muchos días y noches, Kadour caminó atravesando polvorientos caminos, hermosos valles y pasos de montaña totalmente nevados sin por ello amedrentarse, sobreviviendo gracias a la hospitalidad de los pueblos bereberes con los que se cruzó.

Una semana después del inicio de su viaje llegó a un árido desierto en el que a punto estuvo de perder la vida, desorientado, sediento y soportando las grandes diferencias de temperatura entre el día y la noche. Finalmente y tras varias jornadas más, el desierto dió paso a un terreno más amigable que a su vez desembocó en un valle de un verde lujurioso, surcado de ríos y arroyos y rematado en el horizonte por los deslumbrantes minaretes que brillaban tras los muros de lo que debía ser una gran ciudad.

Kadour se aproximó a las puertas de la ciudad y pronto se encontró en un mercado rodeado de gente, ávidos de saber quién era y de donde venía. Todos se extrañaban de su extraño dialecto y aspecto, ya que nunca habían visto a nadie que no fuera de aquellas tierras. Tal fue la conmoción que provocó su repentina llegada que enseguida le llevaron en presencia del Pachá. Nunca antes Kadour había visto semejante lujo y riqueza. El palacio en el que residía el Pacha era una fuente de riqueza y todos los adornos y utensilios, incluso los más triviales, estaban engarzados en oro y diamantes. Las esmeraldas se apilaban en bandejas de plata en cualquier esquina y los pomos de las puertas no eran otra cosa que  enormes rubíes.

Durante tres días, y tal y como dicta el Corán, el Pachá trató a su huésped con gran gentileza y hospitalidad. Al final del tercer día, Kadour empezó a angustiarse. Al alba debía abandonar el palacio y la ciudad y no sabía cómo retribuir a su amable anfitrión, pues nada tenía que pudiera ofrecerle como muestra de agradecimiento. Revisó entre sus cosas y pronto llegó a la conclusión de que lo único que tenía de más valor de entre sus escasas pertenencias era su farolillo rojo, de ningún valor para el Pachá, pero supuso que éste sabría apreciar su ofrenda ya que al fin y al cabo era lo único que tenía, así que armado de coraje, al despuntar el día, se presentó en el salón de audiencias ante el Pachá con su humilde ofrenda.

El Pachá tomo el farol entre sus manos y lo observó confundido. El silencio se apoderó de la sala y la corte y Kadour observaban con inquietud las extrañas reacciones del hombre en el trono que no levantaba su mirada y sus manos del objeto, lo volteaba, lo agitaba con cuidado, se sorprendía con el tintineo del latón contra su uña y acariciaba el cristal rojo extrañado. Kadour no comprendía que era lo que causaba tanta admiración y es que este extraño pueblo no conocía el vidrio. Se acercó para respetuosamente tomar el farol y encender la pequeña vela que se escondía en su interior. La conmoción de la corte fue inmediata al ver a través del cristal rojo el centelleo de la vela y gestos y voces de admiración apagaron el silencio reinante a la vez que una amplia sonrisa llenó la cara del Pacha.

Pasados los primeros minutos de sorpresa y regocijo ante tamaña ofrenda el semblante del Pachá comenzó a cambiar y mostrar preocupación. ¿Cómo podía él retribuir al extraño por semejante maravilla?. Su hospitalidad durante esos tres días era la obligación de un buen musulmán y no tenía por qué ser retribuida pero, en cualquier caso, esto era demasiado.

Después de meditar un buen rato ordenó que le trajeran doce camellos y los cargo de oro, rubíes, diamantes y joyas de todo tipo y se los presentó a su huésped avergonzado por no tener nada que pudiera igualar su regalo. Kadour sorprendido y agradecido, abandonó la ciudad escoltado por cuarenta jinetes que le acompañaron de vuelta hasta las puertas de Marrakech donde se despidieron de él deseándole una larga y buena vida.

El otrora pobre vendedor de dulces, ahora y de repente, y sin entender el motivo, era poseedor de una gran fortuna y a la semana de llegar a la ciudad se compró un hermoso palacio con un jardín que pobló de naranjos, almendros y limoneros y en él se instaló feliz y satisfecho con su nueva vida.

Kadour tenía un hermano llamado Said, propietario de un floreciente negocio de dulces, que había dejado de tratarle años atrás y que no le ayudó cuando Kadour más lo necesitaba. Ahora que su hermano era inmensamente rico, Said trató de recuperar su favor y se presentó en su nueva residencia para presentarle su respeto y amistad. Allí fue tratado con generosidad y sin resentimiento por Kadour que no le guardaba ningún rencor.

Said intentó en vano descubrir la fuente de la nueva fortuna de su hermano sin que éste le ofreciera ninguna pista así que, falto de paciencia le preguntó directamente como la había conseguido. Entonces Kadour le contó la historia de su penoso viaje y el final feliz pero seguía sin entender el motivo por el que el farol había causado tan honda impresión en el Pachá. Tan solo se había limitado a aceptar los regalos sin preocuparse demasiado ya que esa había sido la voluntad de Alá.

Cuando Said escuchó la historia de cómo su hermano había conseguido tal fortuna comenzó a obsesionarse día y noche con la idea de conseguir lo mismo. Si su hermano, un pobre fracasado, lo había conseguido ofreciendo tan solo un estúpido farol, él podía hacerlo mucho mejor así que vendió su negocio y con el dinero que obtuvo, compró todo tipo de mercancías. Como no lo parecieron suficientes vendió también su casa y pronto tuvo veinte mulas cargadas de lo más selectos productos del zoco. Las pobres bestias apenas podían moverse bajo semejante carga y así abandonó Marrakech rumbo a la extraña ciudad más allá de las montañas siguiendo la ruta que su hermano le había descrito.

Tan pronto como llegó al Atlas fue asaltado por los bandidos que antes habían avistado a un Kadour protegido por su pobreza. Le golpearon hasta casi matarlo y le arrebataron toda la carga. Cuando recuperó la consciencia se encontró con que era tan pobre como su hermano lo había sido, pero la vergüenza le impidió dar marcha atrás y siguió su camino hasta que llegó al mismo valle que le habían descrito.

Cuando Said llegó a la ciudad, fue inmediatamente llevado ante el Pachá y tratado con la misma cordialidad y respeto que su hermano. Las hermosas damas del harén cuidaron sus heridas con exóticas esencias y aceites entre cojines de pedrería y todo tipo de lujos y confort. Fue alimentado con suculentos manjares y tratado como un rey durante tres días al fin de los cuáles y llegado el momento de abandonar la ciudad, lamentó haber perdido toda su fabulosa carga y se preguntó que podría darle al Pachá en muestra de agradecimiento. De todas sus posesiones solo le quedaba un reloj viejo y dañado pero se dijo que si su hermano solo había regalado un pequeño farol, a buen seguro que el Pachá sabría agradecer su ofrenda así que se decidió a presentarle el reloj como muestra de agradecimiento por su hospitalidad y generosidad.

Said fue afortunado ya que los relojes, como el vidrio, no se conocían en esta ciudad y su regalo causo la misma conmoción y asombro que anteriormente había causado el farol. El Pachá sostuvo el reloj entre sus manos y parecía que tuviera ante él las estrellas y el cielo. Meditó largamente sobre este objeto y su incalculable valor...un instrumento para medir el tiempo....que fabuloso. No había riqueza suficiente en su reino para retribuir a su huésped, ninguna de sus joyas eran comparables, tan solo poseía algo tan valioso como lo que tenía entre sus manos y ordeno muy a su pesar, que sacaran de la vitrina el regalo que meses atrás un extraño le había ofrecido. El Pachá le presentó a Said un cojín de terciopelo negro sobre el que descansaba un farol rojo.

Y así fue como Said abandonó la ciudad rumbo a Marrakech. Entre sus únicas pertenencias estaba su farol rojo y en su viaje de vuelta los ladrones no vieron ningún motivo para causarle problemas.



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